3º Domingo de Cuaresma – Ciclo B
Domingo 11 de Marzo de 2012
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 Lectura  del santo evangelio según san Juan (2,13-25):
 Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús  subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y  palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó  a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas  y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de  aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.»
 Sus discípulos se acordaron de lo que está  escrito: «El celo de tu casa me devora.»
 Entonces intervinieron los judíos y le  preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?»
 Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres  días lo levantaré.»
 Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha  costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»
 Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y,  cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo  había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho  Jesús.
 Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de  Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no  se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio  de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
 Palabra del Señor
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  Evangelio Comentado por:
José Antonio  Pagola
Juan  (2,13-25)  
  LA INDIGNACIÓN DE JESÚS
 Acompañado de sus discípulos, Jesús sube por  primera vez a Jerusalén para celebrar las fiestas de Pascua. Al asomarse al  recinto que rodea el Templo, se encuentra con un espectáculo inesperado.  Vendedores de bueyes, ovejas y palomas ofreciendo a los peregrinos los animales  que necesitan para sacrificarlos en honor a Dios. Cambistas instalados en sus  mesas traficando con el cambio de monedas paganas por la única moneda oficial  aceptada por los sacerdotes.
 Jesús se llena de indignación. El narrador  describe su reacción de manera muy gráfica: con un látigo saca del recinto  sagrado a los animales, vuelca las mesas de los cambistas echando por tierra sus  monedas, grita: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».
 Jesús se siente como un extraño en aquel lugar.  Lo que ven sus ojos nada tiene que ver con el verdadero culto a su Padre. La  religión del Templo se ha convertido en un negocio donde los sacerdotes buscan  buenos ingresos, y donde los peregrinos tratan de “comprar” a Dios con sus  ofrendas. Jesús recuerda seguramente unas palabras del profeta Oseas que  repetirá más de una vez a lo largo de su vida: «Así dice Dios: Yo quiero amor y  no sacrificios».
 Aquel Templo no es la casa de un Dios Padre en la  que todos se acogen mutuamente como hermanos y hermanas. Jesús no puede ver allí  esa “familia de Dios” que quiere ir formando con sus seguidores. Aquello no es  sino un mercado donde cada uno busca su negocio.
 No pensemos que Jesús está condenando una  religión primitiva, poco evolucionada. Su crítica es más profunda. Dios no puede  ser el protector y encubridor de una religión tejida de intereses y egoísmos.  Dios es un Padre al que solo se puede dar culto trabajando por una comunidad  humana más solidaria y fraterna.
 Casi sin darnos cuenta, todos nos podemos  convertir hoy en “vendedores y cambistas” que no saben vivir sino buscando solo  su propio interés. Estamos convirtiendo el mundo en un gran mercado donde todo  se compra y se vende, y corremos el riesgo de vivir incluso la relación con el  Misterio de Dios de manera mercantil.
 Hemos de hacer de nuestras comunidades cristianas  un espacio donde todos nos podamos sentir en la «casa del Padre». Una casa  acogedora y cálida donde a nadie se le cierran las puertas, donde a nadie se  excluye ni discrimina. Una casa donde aprendemos a escuchar el sufrimiento de  los hijos más desvalidos de Dios y no solo nuestro propio interés. Una casa  donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos sentimos sus hijos y buscamos  vivir como hermanos.